martes, 29 de mayo de 2012

Publico el octavo capítulo

DESCENSO Y ASCENSO DEL ALMA POR LA BELLEZA

Capítulo VIII - ­ EL MICROCOSMO


Elbiamor, te he presentado al hombre como pontífice de las criaturas, el que las refiere a la Unidad y las reintegra, en cierto modo, a su Principio creador; y te he presentado a las criaturas como espejos de la Divinidad ofrecidos a la especulación del hombre. Luego, yo diría que la criatura, en sí, es una realidad a "medias" y como en evolución hacia el hombre: una evolución que termina cuando la criatura logra su plenitud al existir en una inteligencia humana que la está refiriendo a su Principio creador. Y el hombre, en sí, es una realidad "a medias" y como en evolución hacia las criaturas: una evolución que termina cuando el hombre las ha "devorado" y "asimilado" a su entidad centralizadora, especula con ellas y obtiene los frutos de su especulación. De tal modo, el hombre y la criatura son complementarios. Y me atrevo a decir ahora que, sólo cumplida esa interpenetración, este mundo es una realidad inteligible completa, integrada por y en el hombre que se constituye así en un verdadero microcosmo.


Óleo sobre tela - "La Primavera"

Nicolas Poussin - circa 1660-1664 - Museo del Louvre


Elbiamor, en ese feliz estado, ni el mundo que lo rodea es ya una cosa exterior al hombre, ni es ya el hombre una entidad exterior al mundo que lo rodea. Pero ¡cuidado! No por eso las criaturas asimiladas al hombre pierden su exterioridad: las criaturas, así referidas y devueltas a su Principio en un entendimiento humano, siempre conservan su inalienable y sólida realidad exterior, pese a todos los idealismos, dudas y agnosticismos de hoy y de ayer. Y me dirás ahora: ¿cómo se podría entender que las criaturas, devoradas y asimiladas por el hombre, conserven aún su realidad externa? Responderé con un ejemplo. Elbiamor, suponte que te regalan un libro, que lo lees a fondo y que asimilas plenamente sus enseñanzas. Ese libro ya forma parte de tu ser, puesto que lo has devorado y asimilado a tu esencia intelectual; y con todo, ese libro guarda enteramente su realidad exterior en un anaquel de tu biblioteca, esperando a otros lectores que a su vez lo lean y lo asimilen. Algo más aún, y es la médula de mi ejemplo: la finalidad única de un libro, si bien lo miras, es la de ser incorporado al entendimiento de un lector: hasta que un lector no lo incorpore a su entendimiento, el libro es, con respecto a su lector posible, una realidad en potencia y como en suspensión; y su lector posible, con respecto al libro que no leyó todavía, es también, y hasta que lo lea, una realidad en suspenso y en posibilidad. Ahora bien, la Creación entera es un libro pensado y escrito por el Verbo admirable, con vías a una lectura del hombre.

Volviendo al personaje de mi glosa, te diré que la Esfinge lo vomitará en cuanto asuma él su función de juez y juzgue que no es el hombre quien debe ser devorado por la criatura-esfinge, sino la criatura-esfinge devorada por el hombre. No bien lo haga, Elbiamor, la esfinge devolverá su presa, y le revelará su secreto por añadidura. "Porque las cosas ­ dice Agustín ­ no responden sino al que las interroga como juez." ¿Qué responden las criaturas, cuando así se las interroga? ¿cuál es el secreto que revelan a su juez y ocultan a su esclavo? El juicio por la hermosura es un juicio de amor, y este amoroso juicio requiere dos nociones que se comparen y litiguen: la noción amorosa del juez, en tanto que Amante, y la noción amorosa de las criaturas, en tanto que Amadas. Y me pregunto: si el alma requiere ahora la varilla del juez, ¿con qué noción de amor ha de juzgar a las criaturas? Y recuerdo que la vocación del alma no es otra que la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión del Bien absoluto, infinito y eterno. El alma juzgante, fiel a su tremenda vocación, desciende a las criaturas y las interroga; y es el norte de su destino lo que interroga el alma. Pero las criaturas le responden con la noción de un bien relativo y mortal. La desproporción entre ambos términos del juicio es, pues, inconmensurable; y esa desproporción es lo que nos revelan incesantemente las criaturas, no bien cotejamos nuestra vocación amorosa de lo Infinito con el amor finito que nos proponen ellas.


Óleo sobre tela - "El Verano"

Nicolas Poussin - circa 1660-1664 - Museo del Louvre


Al revelarnos esa desproporción, las criaturas no hacen sino confirmar en cada prueba nuestra infinita sed; y como dicha sed es el secreto del hombre, me animo a decir ahora que la Creación (sea Esfinge o Libro) , amorosamente interrogada o leída, nos revela no su secreto, sino nuestro secreto. Ahora bien, o el alma conoce ya la magnitud de su vocación o no la conoce todavía. Si por ventura la conociera, entenderá de proporciones y será juez: en cada experiencia verá confirmada y esclarecida su vocación gloriosa, y ascenderá entonces por la escala de la hermosura terrena. Pero la situación de nuestro héroe no es la misma. Sigue su vocación, es verdad; pero la sigue a oscuras, presa fácil de la ilusión y del engaño, porque ignora la magnitud de su anhelo y porque su ignorancia de las magnitudes le impide juzgar de proporciones. Es un problema de "aritmética amorosa" el de nuestro personaje; y no sabrá juzgar de amores hasta que descubra su número de juez. ¿Quién le revelará ese número? El amor de las criaturas, "para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que lo apartaron de Él ".



Óleo sobre tela - "El Truinfo de Flora"

Nicolas Poussin - circa 1627-1628 - Museo del Louvre

 

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