Traducción del original francés “Noces suivi de l’ été” – L´exil d´Hélène, Éditions Gallimard, París, 1959.
El exilio de Helena
Albert Camus – 1948.
El Mediterráneo tiene su trágico solar que no es aquel de brumas. Ciertos crepúsculos, sobre el mar, al pie de las montañas, la noche cae sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, de las aguas silenciosas, asciende entonces una angustiosa plenitud. En esos lugares se puede comprender que si los Griegos han alcanzado la desesperación, ha sido siempre a través de la belleza, y en lo que ella tiene de sofocante. En esta broncínea desgracia, la tragedia culmina. Nuestro tiempo, por el contrario, ha nutrido su desesperación en la fealdad y las convulsiones. Por esta razón Europa sería innoble si el dolor pudiera alguna vez serlo.
Un fragmento atribuido al mismo Heráclito anuncia simplemente: “Presunción, regresión del progreso”. Y, muchos siglos después del éfeso, Sócrates, delante de la amenaza de una condenación a muerte, no reconocía (frente a sí mismo) ninguna otra superioridad que ésta: “lo que ignoro, no creo saberlo”. La vida y el pensamiento más ejemplar de esos siglos se consuman sobre una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando esto nosotros hemos olvidado nuestra virilidad. Hemos preferido el poder que imita la grandeza; Alejandro, primero y después los conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, a causa de una incomparable bajeza de alma, nos enseñan a admirar. Y ahora también conquistadores, hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y al fin solos, hemos acabado nuestro imperio sobre un desierto.
"La muerte de Héctor"
¿Qué imaginación podríamos tener de un equilibrio superior donde la naturaleza balancea la historia, la belleza, el bien y que anuncia (aporta) la música de los números hasta en la tragedia de sangre?. Nosotros damos vuelta la espalda a la naturaleza, tenemos vergüenza de la belleza. Nuestras miserables tragedias arrojan un olor de escritorio y la sangre, que ellas vierten, tiene un color de tinta espesa.
He aquí porqué es indecente proclamar hoy que somos hijos de los Griegos. O al menos somos hijos renegados. Depositando la historia sobre el trono de Dios, marchamos hacia la teocracia, como aquellos que los Griegos llamaban Bárbaros y que han combatido hasta la muerte en las aguas de Salamina. Si se desea aprehender bien nuestra diferencia, es necesario dirigirse a aquel de nuestros filósofos que es el verdadero rival de Platón. “Sólo la ciudad moderna, osa escribir Hegel, ofrece al espíritu el terreno donde puede tomar conciencia de sí mismo”. Nosotros vivimos así el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente el mundo ha sido amputado de lo que hace su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de los crepúsculos. No hay más conciencia que en las calles, porque sólo hay historia en las calles, tal es el decreto.
Consiguientemente nuestras más significativas obras testimonian el mismo partido tomado. Se busca en vano los paisajes en la gran literatura europea desde Dostoïevski. La historia no explica ni el universo natural que era anterior a ella, ni la belleza que está por encima de ella. Pues ella ha elegido ignorarlos. Platón abarcaba todo, lo absurdo, la razón y el mito, nuestros filósofos no contienen sino lo absurdo o la razón, puesto que ellos han cerrado los ojos al resto. El topo medita.
Es el cristianismo quien comenzó a substituir, a la contemplación del mundo, la tragedia del alma. Pero, al menos, el se refería a una naturaleza espiritual y, por ella, mantenía cierta fijeza. Dios muerto, no resta sino la historia y el poder. Desde hace largo tiempo todo el esfuerzo de nuestros filósofos no ha aspirado sino a reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, la armonía antigua por el impulso desordenado del azar o del movimiento despiadado de la razón. Mientras que los Griegos daban a la voluntad los límites de la razón, nosotros hemos colocado, para concluir, el impulso de la voluntad en el centro de la razón que se ha convertido en asesina. Los valores, para los Griegos, era preexistentes a toda acción. Ellos (los valores) marcaban precisamente los límites de ella. La filosofía moderna coloca sus valores al final de la acción. Ellos no son, sino devienen, y nosotros no los conoceremos en su comienzo sino en el fin de la historia. Con ellos, el límite desaparece y como las concepciones difieren sobre lo que ellos son, como no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se extienda indefinidamente, los mesianismos hoy se enfrentan y sus clamores se fundan en el choque de los imperios. La desmesura es un incendio según Heráclito. El incendio se extiende, Nietzsche es sobrepasado. No más a golpe de martillo Europa filosofa, sino a golpe de cañón.
Sin embargo la naturaleza está siempre allí. Ella opone sus cielos calmos y sus razones a la locura de los hombres. Hasta que el mismo átomo se incendie y la historia se termine en el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los Griegos jamás han dicho que el límite no podía ser sobrepasado. Ellos han dicho que existía y que sería herido sin piedad aquel que osara rebasarlo. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.
"Escena de la Guerra de Troya"
El espíritu histórico y el artista quieren ambos rehacer el mundo. Pero el artista, por una obligación de su naturaleza conoce sus límites que el espíritu histórico ignora. Por eso el fin de éste último es la tiranía mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos los que hoy luchan por la libertad combaten, en última instancia, por la belleza. Bien entendido, no se trata de defender la belleza por la belleza misma. La belleza no puede prescindir del hombre y nosotros no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad sino siguiéndolo en su dolor. Nunca más seremos solitarios. Pero no es menos cierto que el hombre no puede prescindir de la belleza y esto es lo que nuestra época aparenta querer ignorar. Ella se tensa por alcanzar el absoluto y el imperio, ella quiere transfigurar el mundo antes de haber llegado al fondo, ordenarlo antes de haberlo conquistado. Por más que ella lo diga, ella abandona este mundo. Ulises puede elegir junto a Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Él escoge la tierra y la muerte con ella. Una grandeza tan simple nos es hoy extraña. Otros dirán que carecemos de humildad. Pero esta palabra, tomada en su totalidad, es ambigua. Parece esos bufones de Dostoïevski que se vanaglorian de todo, ascienden a las estrellas y finalizan por mostrar su vergüenza en el primer espacio público, nosotros carecemos solamente del orgullo del hombre que es fidelidad a sus límites, amor clarividente de su condición.
“Yo odio mi época”, escribía ante su muerte Saint-Exupéry, por razones que no están tan alejadas de aquellas de las cuales he hablado. Pero, por más conmovedor que sea, este grito, viniendo de él que ha amado a los hombres en lo que ellos tienen de admirable, nosotros no lo tomaremos a nuestra cuenta. ¡Qué tentación, sin embargo, tiene ciertas horas de alejarse de este mundo triste y descarnado! Pero esta época es la nuestra y nosotros no podemos vivir odiándonos. Ella ha caído tan bajo, tanto por los excesos de sus virtudes, como por la grandeza de sus errores. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene de lejos. ¿Cuál virtud? Los caballos de Patroclo lloran su amo muerto en la batalla. Todo está perdido. Pero el combate recomienza con Aquiles y la victoria está al final porque la amistad viene de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, y finalmente la belleza, he aquí el campo donde nosotros encontraremos a los Griegos. De un cierto modo el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree. Él está en la lucha entre la creación y la inquisición. A pesar del precio que costará a los artistas sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una vez más la filosofía de las tinieblas se disipará por encima del mar que esplende. ¡O pensamiento meridiano, la guerra de Troya se libra lejos de los campos de batalla! Y aún esta vez los muros terribles de la ciudad moderna caerán para librarla, “alma serena como la calma de los mares”, la belleza de Helena.
"El rapto de Helena"
Giovanni Francesco Romanelli (1610-1662)
No hay comentarios:
Publicar un comentario